En mis años de andanzas por Honduras, Argentina y China, he descubierto que Dios hablaba por boca de los nadie. Su idioma era el de los Derechos humanos, de las culturas autóctonas que rescatar, de las tierras ancestrales que recuperar, del amor a la Madre Tierra, de la liberación de la mujer, del horrendo escándalo de la pobreza y del crimen de lesa humanidad de las desapariciones de personas, etc. Era la lengua del evangelio, la de un Dios-hecho-pueblo. Pero desde hacía mucho existía otro dios que pretendía ser el único y verdadero Dios. De hecho, él no era sino una falacia inventada por los que buscaban adueñarse del mundo. Tenía temibles cabos de vara y no hablaba el lenguaje de los pobres como Jesús. Nos hizo la guerra y la ganó. El Dios-hecho-pueblo no tuvo mucha suerte, nos aplastó el Dios-de-los-Ejércitos. De regreso a mi Canadá natal, vivo bamboleando entre la indignación y la esperanza de que el viejo dios, enemigo de la justicia y de la libertad, reviente antes del fin del mundo, y que uno no tenga que salir de la Iglesia para poder ser coherente con el evangelio.